loader image
Saltar al contenido

La que no podía amar

  • por

Con Juana veníamos hablando hace rato, sobre todo en las mañanas cuando coincidíamos en el paradero al ir a trabajar. Es una flaca normal de físico, pero muy sensual, con una piel color luna que me obligaba a imaginar lo que había debajo de su traje formal de secretaria.


Siempre me decía que guardaba un secreto y que algún día me lo contaría y ese día llegó, como dijera Carlos Pinto, el día menos pensado, cuando habíamos recorrido en silencio y la flaca mirando al suelo, las cinco cuadras que caminábamos juntos.


-ya, te lo voy a contar, pero no te rías
– Yo traté de poner cara de serio, pero me salió mi mejor cara de caliente.
-continúa, por favor
-le dije, esto promete estar interesante.
Imaginaba que me contaría de algún amigo con ventaja o algo parecido. O de que a su marido no se le paraba, que sé yo. Pero no, nada de eso.
-Pasa que yo nunca he podido tener un orgasmo de verdad, de esos que te hacen creer que has muerto
-me dijo un poco con rabia y otro poco decepcionada.
-Me he acostado con muchos hombres, que ni te imaginas, y nada.


Esa última parte parece que no la escuché porque antes que siguiera hablando le solté: Has llegado al final de la búsqueda, aquí está frente a ti el que te hará no gemir, sino gritar de placer. Ni yo me creía tantas flores, pero es que la flaca es exquisita.
– ¿Entonces donde nos juntamos? -me dijo. Fue directa, un poco fría, pero directa. Ya la calentaría yo…
Ahí se me vino a la mente el motel que había visto en internet, muy bonito, con habitaciones temáticas, jacuzzi y en el mero departamental.
-En el Motel 777 en Depa-le dije-todo canchero.
– Te acomoda? Quedamos de acuerdo.

Claro, la idea era calentarla de entrada, con el ambiente adecuado y que se sintiera cómoda, relajada. Nos encontramos en el Metro y llegamos de la mano, como dos tortolitos en plena época de apareo. Beso y beso y su tocadita loca a manera de anticipo y para mantener en alto la expectativa. Habitación VIP Kamasutra para enseñarle lo que nunca había conocido. Después de familiarizarnos con la habitación nos miramos largamente. Juana temblaba un poco. La besé primero con ternura y al sentir sus labios ardientes me olvidé de todo lo que llevaba programado.


La apreté fuerte contra mi cuerpo con una mano en su espalda y la otra en su culo, para hacerle sentir mi arma secreta. Acerté, pues ella me devolvió el aprete y agregó un suave movimiento primero de Este a Oeste para terminar con un rítmico balanceo de Norte a Sur, lento y de Sur a Norte, muy rápido, deseoso. La aparté suavemente, un poco para reservarme y otro poco para empezar a desnudarla. La tendí lentamente sobre la mullida cama. Ardía yo en deseos de ver en su totalidad esa piel color luna que había imaginado tantas veces debajo de su traje de secretaria. Ella se dejó llevar cerrando sus ojos y abriendo ligeramente sus labios, en una invitación al beso; extendió sus brazos al cielo raso de la habitación; enredó sus dedos en mi pelo y cruzó sus piernas en mi cintura. Esta vez fue un duelo de lenguas, buscando cada quien ganar territorio.


No supe cuanto tiempo estuvimos así, abandonados, en una extraña mezcla de romanticismo y calentura. Lo repito una y otra vez: ¡Juana es espectacular!
Traía un vestido ligero, muy suave, ad hoc a la ocasión. Acaricié sus formas sobre la delicada tela hasta que sentí que conocía su cuerpo desde siempre. Una vez convencido de ello deslicé el cierre en su espalda en una operación que duró una eternidad. Sus manos sudaban y su respiración cambiaba de ritmo a cada movimiento de mis dedos que ya habían bajado y subido por su cuerpo varias veces.


Una vez que estuvo desnuda pude darme cuenta que mi imaginación nunca fue suficiente para describir la blancura de su cuerpo que hacía un contraste brutal con el negro azabache de su zona púbica.

A esas alturas ya me había olvidado que mi papel era ni más ni menos que el de un Cobaya más en la larga búsqueda de Juana para experimentar un orgasmo real. Qué más da.


Intenté sacarme la ropa y decir algo para romper el silencio, pero ella detuvo mi mano con la suya y con la otra puso uno de sus dedos en mis labios, invitándome a callar y empezando ella a desvestirme mientras deslizaba su lengua por cada parte de mi cuerpo que iba desnudando. Yo sentía que me quemaba esa serpiente que salía de su boca.


Y ahí estábamos los dos, desnudos en silencio y deseosos, ardientes, impacientes, llenos de ganas de descubrirnos. El entorno de la habitación era nuestro cómplice, aportando sensualidad y tranquilidad. Dejé caer suavemente mi cuerpo sobre el suyo y sus piernas huyeron de su centro en un ángulo justo para permitir mi entrada en su cuerpo. Ella dispuesta y yo deseoso, impaciente. Descendí por su colina de luna y penetré su monte azabache. Ella se estremeció y gimió suave, empezando a jadear cada vez más rápido. Ya era MI Juana.

Después de unos minutos donde fui dueño de la situación, Juana se volteó para quedar ella arriba y manejar sus tiempos y su ritmo. Desde mi nueva posición me sentí con ventaja para tocar y disfrutar sus pechos, que cabían exactamente en mis manos y se balanceaban en cuanto los dejaba libres un momento. Su piel de luna parecía brillar con luz propia producto del sudor que nos cubría. Por mi parte estaba haciendo el aguante, pero no sabía por cuánto tiempo más. Juana en cambio jadeaba y musitaba, se reía y lloraba, se apretaba y se soltaba, pero no gritaba como yo le había prometido.


Mis manos se deleitaban desde su cabeza hasta su culo paseando por su espalda sudada. El contraste de mi piel de bronce y la suya de luna estaba para el cuadro Deseo de Verano, de Oscar Domínguez. Cuando sentí las uñas de Juana en mi espalda y su mordisco en mi hombro, supe que había llegado el momento de soltar velas y dejar el barco a la deriva.


Me zumbaron los oídos y la apreté muy fuerte quizás para sostenerme mientras la hermosa habitación estilo Kamasutra giraba y giraba. Juana cambiaba de lugar sus uñas en mi espalda para probar nuevos pedazos de piel.
Estuvimos un largo rato tendidos en la cama, paseando nuestras miradas por la decoración y sumidos cada quien en sus pensamientos. Por mi parte me sentía muy relajado producto de la seguridad de haberle dado a la flaca lo que tanto había buscado y feliz de haber disfrutado esos momentos increíbles con ella.
Salimos a la calle, ya no de la mano, sino cada cual sumido en sus propios pensamientos y quizás pensando en la realidad del día siguiente. Ella en su marido y yo en mi pareja. En la realidad, en definitiva.


Al despedirnos busqué su boca y encontré su mejilla. Alguien podría conocernos, pensé y lo acepté y comprendí. Afloró de nuevo el canchero que todos llevamos dentro y pregunté: ¿Cuándo de nuevo?
Creo que por primera vez reparé en sus ojitos tristes mientras me decía: Bacán el motel, volveré, pero no contigo. Siempre es igual, gimo, lloro, río, me desespero, pero no logro el orgasmo que quiero. En fin, seguiré intentando. Y me besó en la mejilla mientras veía alejarse su piel de luna y su culo balanceante que nunca volvería a tocar.  Es la vida.

Historias de motel…